jueves, 28 de marzo de 2013

Mucho ruido, y una hora, las 4 a.m. No se porqué esa precisamente, pero quien sabe, quiza algún día lo averigüe.

Mientras, una serpiente no deja de restregar sus escamas por el interior de mi cerebro, fria, resbaladiza. El estruendo es ensordecedor, un estruendo de colores grises y opacos, de los que te impiden saber a ciencia cierta en que lado de la realidad habitas. Lo peor, es que entre tanto ruido, hasta se me han quitado las ganas de gritar.

Nunca he sido amigo de reptiles, pero nunca he podido dejar de mirarlos, observarlos, a pesar de la sensación de rechazo. No quiero habituarme. No quiero que un extraño more en mi cerebro eternamente. Ya somos muchos y ya casi nunca consigo recordar que ninguno existe, que solo lo inmutable permanece, que todas esas voces, no son más que cantos de sirena, bellos, hipnóticos, pero confusos y traicioneros.

Me llevo un dedo a los labios, los mando callar, pero como los niños rebeldes que son, se mofan de mis intentos por conseguir un imposible. Traviesos, elevan sus voces aún mas, mientras ríen envalentonados ante mi asombro. Al menos, me digo, alguien ríe en este instante, aunque no pueda alegrarme con sinceridad, y me haga sentir aún peor por mi mezquindad.

No escuches, me digo, intérnate cual «Hada del Agua» en los vericuetos de cañerías y grifos, asoma, saluda, pero vuelve a perderte, sin descanso, sin detenerte, en la húmeda oscuridad de una autopista sin final, solitaria y silenciosa. Muy muy silenciosa.